-Sólo una cosa, señorita. La radio déjela encendida mientras me quede un soplo de vida – me lo dijo como una súplica.
-No puedo hacerlo, crea interferencias con los demás aparatos. Sólo serán unos días, se lo prometo.
-Usted no lo entiende, deje la radio y llévese sus aparatejos.
No pude convencerlo de ninguna de las maneras posibles. Esperé a que se quedara dormido, para quitársela.
No fue difícil, no se enteró. La radio estaba apagada, pero mantenía las luces encendidas y el dial daba vueltas, era una radio de bolsillo de las de hace mil años. No funcionaba. Sonreí para mis adentros, cuando en realidad experimentaba una profunda lástima.
-No se ría señorita -dijo una anciana que se encontraba en la puerta-. Él ya no me conoce pero recuerda mi voz y la busca incansablemente en la radio. Busca la voz de cuando éramos jóvenes, la que se perdió en el paso del tiempo, la que no volverá, pero a veces en su enfermedad logra sintonizar con ella y sonríe. Su cara se ilumina, y entonces es cuando piensa que ya puede morir en paz, por que mi voz lo acompañará al viaje del más allá.
Aquella confesión que venía de una persona tan menuda como angelical me dejó pensativa.
-Hágale caso, deje la radio donde estaba- me instó cariñosamente.
-¿Usted trabajó en la radio?
-¡Oh, no! Es mucho más sencillo que todo eso. Yo fui su mujer hasta que su memoria me anuló. Por las noches él se quedaba profundamente dormido escuchando la radio, y yo me acurrucaba en su oído y le contaba historias de amor, de nuestro amor. Por eso, él me busca, en su cabeza solo ha quedado la voz que le contaba historias y que lo enamoraba noche tras noche.
-¿Y él nunca se enteró de que era usted la que le hablaba?
-Nunca me dijo nada ni yo a él. Su secreto y el mío quedaron siempre bien guardados.
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