Emilio llega a casa después de un duro día de
trabajo. El único aliciente que tiene es ver a sus hijos. Cuando abre la puerta
le sorprende un silencio absoluto. Todo está en aparente orden. Se dirige a las
habitaciones, abre primero la de su pequeño Samuel
de un año. No sabe por qué pero tiene especial predilección por él. Lo
encuentra acostado en su cama. Está durmiendo plácidamente. No quiere
despertarlo, en su carita se refleja una
profunda calma, quizá haya estado malo. Pero... ¿y su mujer, dónde está?
Si el niño está durmiendo, es que está malo, otra explicación no hay. ¡Y lo ha dejado dormido sólo! Emilio nota su sangre agolpándose en la cabeza, aprieta los labios con fuerza y cierra los puños hasta hacerse daño.
―¡Consuelo! -llama desaforadamente a su mujer.
Por respuesta sólo silencio
Frenético perdido y sin saber qué hace se dirige a la habitación de su hija Lourdes de cuatro años. Fue la primera y a pesar de que él deseaba un hijo más que todo en el mundo, cuando ella nació fue como un regalo de los dioses. Sigiloso abre su puerta...
Ella también está dormida en su cama, su pelo ensortijado y negro le cae por la cara cubriendo su ojo derecho. Enciende la luz. Lourdes tiene la cara apagada. No se mueve, se acerca a ella.
Se acerca despacito con intención de darle un beso, parece que la furia ha desaparecido ante la visión de su pequeña. Su rostro está frío.
Emilio la arropa con cariño, pero....
Lourdes está arropada hasta arriba, él la toca, no se mueve, la empuja lentamente y la llama bajito al oído... la niña sigue sin responder. Emilio empieza a temblar, la llama más fuerte, la zarandea, sólo el silencio lo envuelve.
Corre nuevamente a la habitación de Samuel y repite con torpeza las mismas maniobras que con Lourdes.
Si el niño está durmiendo, es que está malo, otra explicación no hay. ¡Y lo ha dejado dormido sólo! Emilio nota su sangre agolpándose en la cabeza, aprieta los labios con fuerza y cierra los puños hasta hacerse daño.
―¡Consuelo! -llama desaforadamente a su mujer.
Por respuesta sólo silencio
Frenético perdido y sin saber qué hace se dirige a la habitación de su hija Lourdes de cuatro años. Fue la primera y a pesar de que él deseaba un hijo más que todo en el mundo, cuando ella nació fue como un regalo de los dioses. Sigiloso abre su puerta...
Ella también está dormida en su cama, su pelo ensortijado y negro le cae por la cara cubriendo su ojo derecho. Enciende la luz. Lourdes tiene la cara apagada. No se mueve, se acerca a ella.
Se acerca despacito con intención de darle un beso, parece que la furia ha desaparecido ante la visión de su pequeña. Su rostro está frío.
Emilio la arropa con cariño, pero....
Lourdes está arropada hasta arriba, él la toca, no se mueve, la empuja lentamente y la llama bajito al oído... la niña sigue sin responder. Emilio empieza a temblar, la llama más fuerte, la zarandea, sólo el silencio lo envuelve.
Corre nuevamente a la habitación de Samuel y repite con torpeza las mismas maniobras que con Lourdes.
―¡No puede ser! ¡Están... Están....! ¿Y Consuelo?
Temiéndose lo peor, va a la habitación de matrimonio, allí no hay nadie. En el cuarto de baño tampoco.
Lágrimas como puños surcan su rostro.
Arrasado por la rabia, por la impotencia y el dolor coge el teléfono. Las palabras no le brotan desde su garganta.
―Comandancia de la Guardia Civil ¿dígame?
Emilio no puede hablar
―¿Sí? Por favor díganos su nombre y qué ha ocurrido
Continua mudo. Se le escapa un sollozo
―¿Está usted bien, dónde se encuentra?
―Mis hijos, mis hi-jos están... ¡Dios mío!
―Continúe por favor, estamos tratando de localizar la llamada
―¡Están muertos! - lo soltó de golpe como cuando un poderoso trueno anuncia de repente la tormenta.
―No se preocupe en unos minutos llegará la patrulla. Su nombre por favor. Díganos su nombre
―Emilio
―Emilio ¿qué más? Continúe, es importante para poder localizarlo.
―Emilio Ruiz Cabrales.
―Vive Ud. en calle....
―Sí.
―No se mueva de ahí, no toque nada, enseguida vamos. Intente tranquilizarse.
Sin apenas pasar cuatro minutos, una patrulla se presenta en el domicilio de Emilio.
Vienen acompañados por un psicólogo, y un médico.
El forense tarda más de media hora en llegar, y en pocos instantes firma el auto de defunción de ambos niños.
Un mes más tarde...
―Hemos encontrado el cadáver de una mujer de unos 30 años en las orillas del Río Cinca a la altura casi de Monzón. Necesitamos que se pase por el Tanatorio para reconocerla.
El teléfono anunció la noticia esperada, no por ello menos dolorosa.
―Sí, es Consuelo.
―¿Se encuentra Ud. bien Sr. Emilio?
Emilio tiene la mirada perdida, sus ojos no ven, ni sus oídos oyen. Su cabeza ha vuelto al punto de partida, a sus hijos en sus camitas, las lágrimas y la rabia volvieron. Se abalanzo contra su mujer, en la cama de los congeladores gritando ― ¿Por qué? Pero ¿por qué?
Pasaron varios meses antes de que Emilio se decidiera a entrar en las habitaciones de sus hijos, estaban con sus camitas deshechas tal cual las dejaron después de las pesquisas policiales. Sus hijos habían muerto por envenenamiento y su mujer los había matado, para después suicidarse.
Su cabeza giraba mucho más deprisa de lo que su cabeza era capaz de asimilar.
―¿Por qué?―. Era una pregunta que le taladraba constantemente en las sienes. Cuando se acostaba las imágenes volvían noche tras noche, y en mitad de ellas era rara la vez en que no escuchaba sus gemidos, sus llamadas de auxilio, y le venía la imagen de Consuelo, y rabiaba por no haber podido ser él el que acabase con su vida.
Un día decidió sacar todas la ropa de los niños y la de Consuelo, llenó innumerables bolsas con ropas , zapatos, enseres personales , los juguetes. Sólo le quedaba vaciar la mesita de noche de su mujer y por fin acabaría aquella agonía.
En el fondo del cajón de la ropa interior, un objeto negro le llamó la atención, saco las cosas a trompicones y se quedó con él en las manos.
Una sensación de desasosiego se apoderó de él, ese pequeño cuaderno de piel oscuro.... Con manos trémulas lo abrió casi con miedo de lo que pudiese encontrar en él.
Tenía anotaciones desde antes de la boda. Leyó los primeros días, pero nada le atrajo. Una determinación interna hizo que pasase a las hojas señalizadas con papelitos de colores diversos.
La primera de estas hojas hablaba sobre el nacimiento de su primera hija, Lourdes, a ella le hubiese gustado llamarla Clara, en ella explicaba con emoción el nacimiento, la ilusión que le hizo a Emilio después de saber que era una chica cundo lo que él esperaba era un chico. Por la letra y la forma en que lo contaba irradiaba felicidad.
Emilio recordó con especial amargura aquel día, la emoción del nacimiento, la carita sonrosada y sus manecitas aun huesudas cogiéndole el dedo. Volvía a llorar.
―¿Por qué?―. Ese por qué después de leer aquello aún se volvía más inexplicable aún.
Las páginas siguientes no tenían nada de especial. Volvió a mirar en la siguiente hoja marcada con color verde. Era el día del nacimiento de Samuel. En esta página ya no se observaba esa ilusión, ni esa euforia por el nacimiento. Hubo una frase que le hizo pensar: "Espero que Emilio cambie de actitud o me volveré loca"
¿Por qué? ¿Qué significaba esa frase?
Empezó a leer ávidamente desde la primera hoja marcada, al cabo de medio mes no encontró nada.
La última hoja marcada llevaba la fecha de la muerte de sus hijos.
En ella sólo había escrito unas pocas palabras: "Ya no puedo más, otro hijo más no"
¡Estaba embarazada!
¿Por qué? No estaban mal económicamente, sí que hubiese supuesto un gasto adicional, pero en cualquier caso podían asumirlo.
¿Por qué matar a los dos hijos y suicidarse? En caso de haberlo hablado hubieran llegado a una solución, podría haber abortado. Todos estos pensamientos zumbaban y zumbaban con fuerza en su cabeza. Por más vueltas que le daba no conseguía comprenderlo.
Dejó el libro sobre la cama, y empezó a bajar todas las bolsas, en su cabeza tenía la idea de leerlo con más calma después de ordenar toda la casa.
Donó las bolsas con todo su contenido a Cáritas, con la condición de que fueran destinadas a un país lejano de España. En Cáritas que conocían su caso, no le reprocharon nada, antes bien le dieron su palabra de que se haría tal como él había dicho. Además tenían un cargamento de ropa y medicinas con destino a Somalia que saldría en poco menos de una semana y lo metieron en los cofres destinados a la acción de Ayuda a Somalia.
El libro permaneció varios días sobre su mesilla, no se atrevía a abrirlo, algo le rondaba por dentro y no se atrevía a enfrentarlo.
Por fin una noche en la que sus hijos volvían a lamentarse y a pedir ayuda, no pudiendo dormir agarró el libro con furia, y se puso a leer sobre la mitad de las hojas señaladas entre los dos nacimientos.
Abrió al azar, en esa página con letra casi ilegible y con la tinta corrida por algún líquido leyó a duras penas: "Emilio no sabe controlarse. Piensa que no cuido a mi hija y ella es la razón de mi existencia. Todo le parece mal, hoy me ha insultado y ha estado a punto de pegarme porque Lourdes tenía el pañal mojado de pipí. No puedo cambiarla a cada instante. No lo entiende, cree que soy una mala madre".
Se fue hacía otra página elegida al azar más adelante. "Emilio hoy se ha ido de casa, porque Lourdes tenía la camiseta sucia. Esta con los dientes y babea mucho, pero si le pongo el babero se le escuece la barbilla, si Emilio la viese con la barbilla escocida me mata". Ya no sé qué hacer, ¿cómo puedo convencerlo?
Siguió leyendo y cada vez leía reproches más fuertes hacía su mujer hechos y dichos por él.
La página que hablaba de su próximo embarazo estaba manchada de sangre, en ella decía: "Dios mío, haz que este hombre recapacite, me está matando, quizá al tener otro se le pase esta locura por los cuidados. Como no cambie nos acabará matando"
Las dos últimas páginas las leyó completas, en ellas Consuelo decidía dar muerte a su hijos y suicidarse, leyó con sus propios ojos la razones: "Emilio nos maltrata a todos… sus hijos le temen… ¡yo no lo soporto! Sólo sabe quejarse de que no los cuido, y la mayor Lourdes ya está aprendiendo a ser como él, lo teme pero lo imita. Dice continuamente que soy una mala madre, que no se cuidarlos, que su hermano Samuel va a salir tonto, ella no lo sabe, eso se lo ha escuchado decir a su padre.
Le he estado dando muchas vueltas, para hallar la solución, y ésta después de barajar todas las posibilidades es una: la muerte.
No, no estoy loca, ni enferma… estoy cansada. Sé que si me separo Emilio me quitará a los niños, y… Los acosará de por vida y los reproches seguirán y sus hijos tomarán el mismo rumbo que él en su vida.
No es un castigo, es la solución, la única posible, la vida que nos espera no es vida y ahora que me he quedado embarazada del tercero, es el momento. Sé que le costará asimilarlo porque somos su vida, pero nos está robando la nuestra y ahora estoy segura de que nunca cambiará. Es capaz de matarme por cualquier descuido, y sus hijos, mis hijos no tendrán vida propia nunca, es mejor acabar, acabar para siempre. Es la única solución. Mañana compraré lo necesario, está decidido".
La penúltima página casi no podía leerla, su desconsuelo y su llanto no dejaban ver nada, las manos le temblaban de forma compulsiva, pero se obligó a sí mismo a leer hasta el final. Se enjugó las lágrimas con las mangas de la camisa y siguió. "Pido a Dios que no me falten las fuerzas, sé que es lo único que se puede hacer. ¡Por favor dios mío dame las fuerzas que no tengo! Mis hijos van a morir mañana y yo con ellos. Ya está todo preparado. Esta noche he mezclado los polvos de veneno con los de la leche, y mañana se tomaran su último desayuno… Sé por mis conocimientos de farmacia, que no sufrirán que se dormirán para no despertar. No tienen sabor, no notarán nada. He tirado los botes de veneno en un contenedor del centro, para que no puedan saber que pasó, sabrán que han muerto, pero parecerá una muerte súbita, y pensarán que yo en mi locura de verlos muertos me he arrojado al río. Dios dame fuerzas."
Temiéndose lo peor, va a la habitación de matrimonio, allí no hay nadie. En el cuarto de baño tampoco.
Lágrimas como puños surcan su rostro.
Arrasado por la rabia, por la impotencia y el dolor coge el teléfono. Las palabras no le brotan desde su garganta.
―Comandancia de la Guardia Civil ¿dígame?
Emilio no puede hablar
―¿Sí? Por favor díganos su nombre y qué ha ocurrido
Continua mudo. Se le escapa un sollozo
―¿Está usted bien, dónde se encuentra?
―Mis hijos, mis hi-jos están... ¡Dios mío!
―Continúe por favor, estamos tratando de localizar la llamada
―¡Están muertos! - lo soltó de golpe como cuando un poderoso trueno anuncia de repente la tormenta.
―No se preocupe en unos minutos llegará la patrulla. Su nombre por favor. Díganos su nombre
―Emilio
―Emilio ¿qué más? Continúe, es importante para poder localizarlo.
―Emilio Ruiz Cabrales.
―Vive Ud. en calle....
―Sí.
―No se mueva de ahí, no toque nada, enseguida vamos. Intente tranquilizarse.
Sin apenas pasar cuatro minutos, una patrulla se presenta en el domicilio de Emilio.
Vienen acompañados por un psicólogo, y un médico.
El forense tarda más de media hora en llegar, y en pocos instantes firma el auto de defunción de ambos niños.
Un mes más tarde...
―Hemos encontrado el cadáver de una mujer de unos 30 años en las orillas del Río Cinca a la altura casi de Monzón. Necesitamos que se pase por el Tanatorio para reconocerla.
El teléfono anunció la noticia esperada, no por ello menos dolorosa.
―Sí, es Consuelo.
―¿Se encuentra Ud. bien Sr. Emilio?
Emilio tiene la mirada perdida, sus ojos no ven, ni sus oídos oyen. Su cabeza ha vuelto al punto de partida, a sus hijos en sus camitas, las lágrimas y la rabia volvieron. Se abalanzo contra su mujer, en la cama de los congeladores gritando ― ¿Por qué? Pero ¿por qué?
Pasaron varios meses antes de que Emilio se decidiera a entrar en las habitaciones de sus hijos, estaban con sus camitas deshechas tal cual las dejaron después de las pesquisas policiales. Sus hijos habían muerto por envenenamiento y su mujer los había matado, para después suicidarse.
Su cabeza giraba mucho más deprisa de lo que su cabeza era capaz de asimilar.
―¿Por qué?―. Era una pregunta que le taladraba constantemente en las sienes. Cuando se acostaba las imágenes volvían noche tras noche, y en mitad de ellas era rara la vez en que no escuchaba sus gemidos, sus llamadas de auxilio, y le venía la imagen de Consuelo, y rabiaba por no haber podido ser él el que acabase con su vida.
Un día decidió sacar todas la ropa de los niños y la de Consuelo, llenó innumerables bolsas con ropas , zapatos, enseres personales , los juguetes. Sólo le quedaba vaciar la mesita de noche de su mujer y por fin acabaría aquella agonía.
En el fondo del cajón de la ropa interior, un objeto negro le llamó la atención, saco las cosas a trompicones y se quedó con él en las manos.
Una sensación de desasosiego se apoderó de él, ese pequeño cuaderno de piel oscuro.... Con manos trémulas lo abrió casi con miedo de lo que pudiese encontrar en él.
Tenía anotaciones desde antes de la boda. Leyó los primeros días, pero nada le atrajo. Una determinación interna hizo que pasase a las hojas señalizadas con papelitos de colores diversos.
La primera de estas hojas hablaba sobre el nacimiento de su primera hija, Lourdes, a ella le hubiese gustado llamarla Clara, en ella explicaba con emoción el nacimiento, la ilusión que le hizo a Emilio después de saber que era una chica cundo lo que él esperaba era un chico. Por la letra y la forma en que lo contaba irradiaba felicidad.
Emilio recordó con especial amargura aquel día, la emoción del nacimiento, la carita sonrosada y sus manecitas aun huesudas cogiéndole el dedo. Volvía a llorar.
―¿Por qué?―. Ese por qué después de leer aquello aún se volvía más inexplicable aún.
Las páginas siguientes no tenían nada de especial. Volvió a mirar en la siguiente hoja marcada con color verde. Era el día del nacimiento de Samuel. En esta página ya no se observaba esa ilusión, ni esa euforia por el nacimiento. Hubo una frase que le hizo pensar: "Espero que Emilio cambie de actitud o me volveré loca"
¿Por qué? ¿Qué significaba esa frase?
Empezó a leer ávidamente desde la primera hoja marcada, al cabo de medio mes no encontró nada.
La última hoja marcada llevaba la fecha de la muerte de sus hijos.
En ella sólo había escrito unas pocas palabras: "Ya no puedo más, otro hijo más no"
¡Estaba embarazada!
¿Por qué? No estaban mal económicamente, sí que hubiese supuesto un gasto adicional, pero en cualquier caso podían asumirlo.
¿Por qué matar a los dos hijos y suicidarse? En caso de haberlo hablado hubieran llegado a una solución, podría haber abortado. Todos estos pensamientos zumbaban y zumbaban con fuerza en su cabeza. Por más vueltas que le daba no conseguía comprenderlo.
Dejó el libro sobre la cama, y empezó a bajar todas las bolsas, en su cabeza tenía la idea de leerlo con más calma después de ordenar toda la casa.
Donó las bolsas con todo su contenido a Cáritas, con la condición de que fueran destinadas a un país lejano de España. En Cáritas que conocían su caso, no le reprocharon nada, antes bien le dieron su palabra de que se haría tal como él había dicho. Además tenían un cargamento de ropa y medicinas con destino a Somalia que saldría en poco menos de una semana y lo metieron en los cofres destinados a la acción de Ayuda a Somalia.
El libro permaneció varios días sobre su mesilla, no se atrevía a abrirlo, algo le rondaba por dentro y no se atrevía a enfrentarlo.
Por fin una noche en la que sus hijos volvían a lamentarse y a pedir ayuda, no pudiendo dormir agarró el libro con furia, y se puso a leer sobre la mitad de las hojas señaladas entre los dos nacimientos.
Abrió al azar, en esa página con letra casi ilegible y con la tinta corrida por algún líquido leyó a duras penas: "Emilio no sabe controlarse. Piensa que no cuido a mi hija y ella es la razón de mi existencia. Todo le parece mal, hoy me ha insultado y ha estado a punto de pegarme porque Lourdes tenía el pañal mojado de pipí. No puedo cambiarla a cada instante. No lo entiende, cree que soy una mala madre".
Se fue hacía otra página elegida al azar más adelante. "Emilio hoy se ha ido de casa, porque Lourdes tenía la camiseta sucia. Esta con los dientes y babea mucho, pero si le pongo el babero se le escuece la barbilla, si Emilio la viese con la barbilla escocida me mata". Ya no sé qué hacer, ¿cómo puedo convencerlo?
Siguió leyendo y cada vez leía reproches más fuertes hacía su mujer hechos y dichos por él.
La página que hablaba de su próximo embarazo estaba manchada de sangre, en ella decía: "Dios mío, haz que este hombre recapacite, me está matando, quizá al tener otro se le pase esta locura por los cuidados. Como no cambie nos acabará matando"
Las dos últimas páginas las leyó completas, en ellas Consuelo decidía dar muerte a su hijos y suicidarse, leyó con sus propios ojos la razones: "Emilio nos maltrata a todos… sus hijos le temen… ¡yo no lo soporto! Sólo sabe quejarse de que no los cuido, y la mayor Lourdes ya está aprendiendo a ser como él, lo teme pero lo imita. Dice continuamente que soy una mala madre, que no se cuidarlos, que su hermano Samuel va a salir tonto, ella no lo sabe, eso se lo ha escuchado decir a su padre.
Le he estado dando muchas vueltas, para hallar la solución, y ésta después de barajar todas las posibilidades es una: la muerte.
No, no estoy loca, ni enferma… estoy cansada. Sé que si me separo Emilio me quitará a los niños, y… Los acosará de por vida y los reproches seguirán y sus hijos tomarán el mismo rumbo que él en su vida.
No es un castigo, es la solución, la única posible, la vida que nos espera no es vida y ahora que me he quedado embarazada del tercero, es el momento. Sé que le costará asimilarlo porque somos su vida, pero nos está robando la nuestra y ahora estoy segura de que nunca cambiará. Es capaz de matarme por cualquier descuido, y sus hijos, mis hijos no tendrán vida propia nunca, es mejor acabar, acabar para siempre. Es la única solución. Mañana compraré lo necesario, está decidido".
La penúltima página casi no podía leerla, su desconsuelo y su llanto no dejaban ver nada, las manos le temblaban de forma compulsiva, pero se obligó a sí mismo a leer hasta el final. Se enjugó las lágrimas con las mangas de la camisa y siguió. "Pido a Dios que no me falten las fuerzas, sé que es lo único que se puede hacer. ¡Por favor dios mío dame las fuerzas que no tengo! Mis hijos van a morir mañana y yo con ellos. Ya está todo preparado. Esta noche he mezclado los polvos de veneno con los de la leche, y mañana se tomaran su último desayuno… Sé por mis conocimientos de farmacia, que no sufrirán que se dormirán para no despertar. No tienen sabor, no notarán nada. He tirado los botes de veneno en un contenedor del centro, para que no puedan saber que pasó, sabrán que han muerto, pero parecerá una muerte súbita, y pensarán que yo en mi locura de verlos muertos me he arrojado al río. Dios dame fuerzas."