lunes, 19 de julio de 2010

Mamá, quiero ser monja " mi primera locura"

Al contrario de las muchas chicas de mi edad que querían ser actrices o artistas en general yo perdía la chaveta por hacerme monja.

Nací en una familia poco habitual para la época, mis padres se dedicaban al teatro ambulante. Eran artistas de pega. pues jamás en sus vidas representaron una obra de teatro igual ni siquiera parecida a la anterior.

Curiosamente lo único que se repetía durante meses era el título, aunque la obra dependía más de como había ido el día en la familia que del nombre en si.

Hubo pueblos en los que hubo que azuzar a las mulas para que arrastrasen aquella carreta como alma que lleva el diablo, pues si bien la función siempre se representaba sin retrasos, nunca nadie podía aventurarse a saber que es lo que iba a ocurrir.

Normalmente se daba una actuación por pueblo y casi nunca se daban dos en el mismo sitio y mucho menos seguidas. Si alguna vez ocurría esto, mis padres de antemano daban ración extra a las mulas y aligeraban todo lo que podían el peso de los carromatos.

Mi madre era la única mujer de aquella compañía y de vez en cuando alguno de mis padres debía disfrazarse para hacer algún otro papel femenino.

Todos los hombres, siete que yo recuerde, me trataban como hija aunque yo no tenía el apellido de ninguno de ellos, y cuando alguien preguntaba que quién era mi padre, saltaban todos a una como los de Fuenteovejuna: "yo". Respuesta a la que casi siempre seguía aun silencio denso y enigmático que casi siempre acababa por sacar la sonrisa forzada del preguntador.

Un día pasamos por una Ermita y le pregunté a mi madre:

•Madre, en esa casa tan vieja de ahí ¿vive alguien?
•Claro, hija. Es la casa del Señor
•¿De qué Señor, madre?
•Pareces tonta muchacha –me recriminó-, es la casa de Dios.
•¡Ah!

Yo no entendía que en una casucha tan pequeña y blanca pudiera vivir un Señor tan grande como Dios, que según había oído decir vivía en todas partes y entonces si vivía en todas partes... ¿para qué tenía una casa tan pequeña?

•Y ¿qué hace Dios en esa casa, madre?
•Nada. Mira Marcela, Dios no existe, pero hay gente que le interesa que se crea todo lo contrario y le va haciendo casas por todos los caminos. Algunas son pequeñas como esta, otras son más grandes y oscuras y otras son enormes y lujosas, pero todas ellas solo sirven para engañar a las personas.

Definitivamente no entendía nada, eso de Dios era verdaderamente complicado.

Aquello pasó y nosotros seguimos muestro camino aunque de vez en cuando me venían a la cabeza estas y otras tribulaciones parecidas.

Un día de esos en que estaban dando ración doble a las mulas la cosas se puso muy fea, la guardia civil entró mosquetón en mano a los carromatos e iba sacando a mis padres, al final se llevaron hasta a mi madre que jamás había sido arrestada por ninguna falta.

Estábamos en Torremochada, y había ocurrido un robo en casa del alcalde. La gente del pueblo enseguida corrió la voz de que éramos los feriantes los culpables y nos echó a la autoridad encima.

Mi madre que ya estaba más que hecha a estos desmanes, al principio de reía y burlaba de las autoridades, a la vez que me llevaba a horcajadas en su cadera.

Pero fue que la cosa la tuvo que ver bien dura, pues pidió que me llevaran junto a las madres del pueblo para que me cuidaran mientras se resolvía todo aquel follón.

Tuvo a bien, es destino, que pasaran cuatro días con sus noches en el calabozo, según diría mi madre, mas las monjas insistían en que era designio del Señor.

Me enseñaron sus costumbres, su vida, su forma de adorar a Dios y asistir al prójimo. Me pareció un cuento de hadas, aunque en este caso se te exigía madrugar y trabajar mucho.

La primera vez que fui a misa, me quedé sorprendida y casi casi extasiada al oír cantar el coro de las monjas, al observar el silencio y el respeto que sentía todo el que entraba a la iglesia.

Cuando acabó me quedé sola frente al altar delante de la Cruz del Cristo y me puse a hablarle en voz bajita.

-Ya sé que tienes muchas esposas y que para nada necesitas otra, pero siento que te quiero, y que tu me miras con amor, aunque soy muy pequeña y no entiendo de estas cosas sé lo que siento, y sé lo que quiero hacer. Ahora no te sirvo para nada pero en cuanto sea mayor entraré a tu servicio, te adoraré , cuidaré y amaré hasta el fin de mis días.

Mientras le decía estas palabras, pues no sabía rezar, sentí una luz inmensa y un calor agradable e intenso en mi pecho que daba razón a mis palabras.

En todos esos días no dejé de pedir por mis padres que parecían destinados a pudrirse en la cárcel. Yo sabía que me escuchaba igual que a las hermanas en sus rezos.

Tres días después mi familia fue absuelta del delito. La Guardia Civil del pueblo de al lado Trancasosa de Abajo había detenido a una cuadrilla de gitanos que intentaban vender al prestamista del pueblo las joyas del alcalde de Torremochada.

Mi madre amaneció en el convento al quinto día sobre las cuatro de la tarde, sucia, pegajosa dispuesta a llevarme con ella. Yo no pude negarme, también quería a mi madre y a mis siete padres.

Por la noche me preguntó que qué tal había estado en el convento.

Yo le contesté la verdad, que había estado requetebien comida, limpia cuidada aunque había tenido que madrugar bastante por las mañanas.

-Brujas –Exclamó mi madre.
-Mamá no les digas eso, cuando sea mayor seré monja