martes, 5 de octubre de 2010

PESCADOR

Sobrio en su pensar, atenazadas las manos de grietas curtidas por el sol prosigue minuto a minuto en su labor.

Coser redes

Día tras día llegan más y más que ponen a secar esperando sus zurcidos de experto marinero de tierra firme.

Convencido de su inutilidad rememora sus años de juventud y otros no tan lejanos en los que se encontraba en activo, batallando con las olas al navegar, con las gaviotas que intentaban y aún hoy día lo intentan, seleccionar las piezas capturadas. Luchando contra el tiempo en busca del mejor caladero y ahora sentado en su taburete de madera, bajo el espigón de cemento, pasa sus últimas horas contando películas que sólo existen en su cabeza... Apenas queda nadie que pueda corroborarlas, si no es alguna de las mujeres de sus compañeros, pero “qué sabrán ellas lo que es la vida en el mar” se dice y se repite para si mismo.

Quién le diría a él que a sus casi 90 años seguiría plantado frente al mar , cuando tan apenas teniendo 20 una fuerte tormenta atlántica lo dejó postrado en una cama, más muerto que vivo, con una neumonía de ballena...; “sí, esa sí que estuvo a punto de llevárseme por delante”

Al hilo de ese recuerdo vino el de su madre chillándole –“no vuelvas a la mar, hijo mío, hazlo por tu madre, mira que me dejas sola en el mundo” y él respondiéndole desde un corazón roto diciéndole –“ Apártese madre, no ve que esa es mi vida”... Nunca se volvió a mirarla, intuía las lágrimas rodando por el rostro ajado de sufrimientos pasados. Sabía que jamás hubiese podido enfrentarse y menos entonces, con su padre muerto en un naufragio en las costas de Cabo Verde hacía poco menos de dos años, a ese dolor. La solución siempre era la misma, salir de estampida, sin darse tiempo a la reflexión.

Siguió recordando hilvanando recuerdos tristes y alegres. Otras muchas veces el mar le perdonó la vida por eso él seguía allí, a sus años, tejiendo y remendando redes, para saldar una deuda perpetua.

Algunos días sus pensamientos le llevaban lejos en los años y en la distancia; lo mismo se encontraba en las costas de África, o en los caladeros ya esquilmados de los Mares del Norte, incluso conseguía oír el chillido agudo de las rapaces marítimas acechando sus presas fuera de combate, o bien se extasiaba contemplando la danza de apareamiento entre los delfines en alta mar mientras nadaban veloces bajo la quilla...

Ahora, prácticamente ciego y sordo apenas distinguía el horizonte, y por el tacto guiaba las agujas por los rotos de tal forma que quedaban perfectas, mejor que cuando era un chaval y el Cándido le enseñaba a tejerlas.

El sol, su reflejo, le hacía llorar y cuando los jóvenes arribaban a puerto le decían: -“Abuelo, ¡pero, otra vez llorando!-, sin esperar respuesta.

Una respuesta que a veces nunca llegaba por falta de oído, otras farfullaba para sus adentros juramentos que a más de una beata dejaría desparramada en el suelo o santiguándose hasta conseguir agujetas. Sólo de imaginárselo reía, desdentado como estaba, y alzando su mirada allá, arriba, a lo lejos, a lo más alto le decía a Dios como si de un compañero de fatigas se tratara: -¡Ah, viejo truhán! Las tienes a todas a tus pies, encandiladas, no sé que les darás. Mejor no me lo digas, estoy seguro que no es mi estilo”-.

No tuvo familia, bueno sí la tuvo, pero prefería no acordarse, pero hoy parecía que todod venía rodado, de unas cosas a otras sin venir a cuento; su mujer perdió la vida siendo muy joven, no llegaban al año de casados, tenía 21 años recién cumplidos, estaba encinta de un bebé de tres meses y medio cuando una fiebres muy malas se la llevaron , a ella y al bebé, mientras él se encontraba a miles de kilómetros de su casa desconocedor de todo.

Cuando volvió, a los muchos meses, en la casa sólo encontró una esquela, y fue a verlos por última vez al cementerio de lo alto, en el Collado de las Colinas, y allí se despidió para volver a su vida... Ya nunca más quiso volver a saber nada de mujeres ni de montes.

Esos pensamientos turbaron su quehacer diario... La puntada erró en la dirección agujereando su pantalón. Soltó todos los aperos, dejó con mimo la red extendida en el suelo y se alejó fatigosamente del puerto.

-¿Dónde vas, Francisco? –le preguntó Damián, otro jubilado del mar.

-A casa, éste que ves ya no sirve ni para coser.

-No digas tontadas hombre... Vamos que te invito a un par de copas de aguardiente, y me cuentas...

-¡Que no! Voime a casa, que me esperan.

-Pero qué dices, si en la tuya casa no hay nadie esperándote. Siempre estuviste sólo, venga hombre ven conmigo a la tasca.

-¡Ya! –dijo a sabiendas de que Damián nunca lo entendería.

Dos días después tañían las campanas a difuntos.