Ya no pudo soportarlo por más tiempo, su voz se quebró en un aullido invisible en el espacio.
La cara de aquel cobarde, al que se le caía la baba por el esfuerzo, no la olvidará jamás, ni su cara ni muchas otras cosas más, pero esa expresión de triunfo fue lo que le heló el corazón.
Años y más años cayeron encima de aquel recuerdo amargo y por más tiempo que pasaba no perdía intensidad. El dolor se abría paso entre las llagas de su piel, que quedó para siempre mancillada y ultrajada.
Sólo tenía 11 años, y no se lo merecía, no, ni él ni nadie, pero la suerte esa tarde no estuvo de su parte.
Mosén Santos estaba de guardia. D. Álvaro, se puso repentinamente enfermo y no hubo tiempo para hacer nada más. A veces piensa que todo estaba premeditado, que su repentino malestar fue urdido por Mosén.
Ya había notado antes sus insidiosas miradas, su extraña forma de echarle las manos a los hombros para acabar acariciando el brazo entero, deteniéndose con descuido en sus pequeños y delgados dedos.
Algo de su actitud tan excesivamente cordial le impulsaba a tenerle miedo y también le inspiraba una profunda náusea hacia su persona aunque no lograba adivinar el motivo. Su condescendencia se acabó aquella tarde.
—Pablo Castro, haga el favor de pasar al finalizar las clases por mi despacho —su voz excesivamente aflautada provocó una risa mal disimulada en mi rostro—. No se reirá tanto cuando hayamos acabado eso se lo aseguro jovencito —terminó la frase en un tono lascivo que le puso el vello de punta.
Al sonar la campana su amigo Ismael le recordó que debía acudir a la cita. Él estaba más preocupado que Pablo, más que preocupado su estado era visiblemente alterado.
—No te va a gustar Pablo —le dijo con una voz casi inaudible
—¿Por qué dices eso Ismael?
Él bajó la cabeza hundiéndola en su pecho, con la cara colorada, pero no contestó nada. Al poco posó la mano en el hombro de su amigo y le dijo:—Anda será mejor que no lo hagas esperar. Luego si puedes me lo cuentas— dejando rodar una minúscula lágrima por su mejilla que se secó con la manga del jersey.
Mosén le estaba esperando, en su cara se dibujaba una sonrisa extraña, y su forma de mirarle como si lo vigilara, hizo que Pablo se ruborizase.
—Anda hijo, cierra la puerta. Esto ha de quedar entre nosotros, nadie tiene por que enterarse. ¿Me entiendes?
El muchacho cerró la puerta sosteniéndole la mirada sin contestar. Aquella arrogancia fuera de lugar le avivó el instinto a Mosén que estaba dispuesto a hacérsela pagar cara. No había mucho tiempo que perder, en menos de una hora tocarían a rosario y debía acudir con los demás padres a rezarlo.
No le hizo falta mucho más.
Pablo salió demudado por completo, arrastrando los pies, el rostro inundado de lágrimas, pero lo peor no se veía, el verdadero dolor nadie lo vería, estaba a salvo de miradas furtivas o curiosas, pero la marca a fuego nunca se le borró. La imagen de la cara de triunfo le acompañaría toda su vida.
Ismael intentó hablar con él, pero Pablo quedó mudo durante semanas.
—Pablo, te dije que no te gustaría. A mí tampoco me gusta cuando me llama, aunque últimamente parece que requiere menos de mis servicios —esta última palabra presentaba un tono revelador para ambos niños—. Lleva dos años haciéndome esas cosas, ya ni siquiera me duele, pero cuando salgo de allí me pego dos días vomitando.
—¡Calla! No sigas por favor Ismael, no quiero escuchar nada más. Además a mí no me hace nada de eso.
—Cuanto antes lo asimiles, antes lo olvidarás. Créeme Pablo, yo ya no le odio, me da pena
—A mí asco Ismael, me doy asco yo, y… —no pudo continuar, la rabia se le anudó en el estómago para acabar por cerrarle la garganta—. Juro que me vengaré de él cuando sea mayor, cuando entonces él sea un anciano y nada pueda hacer por defenderse.
—Olvídalo, es mejor. La venganza te hará más daño. Lo sé
—¿Por qué lo sabes todo?
—Por que mi hermano se suicidó hace tres años, dos años después de salir de aquí. La venganza le corroyó la vida… por favor, hazme caso.
Treinta y nueve años es ya una edad para que el olvido llegue, pero Pablo no sabe que significa esa palabra. Deambula por las calles oscuras, con la cara semicubierta por la oscuridad. En su rostro no se define sentimiento alguno, tiene cara de repoker, y la seguridad de llevar todos los ases de la baraja en la manga.
Son muchos años de experiencia. Nada escapa a su mirada escrutadora. Antes gustaba pasear por los alrededores del patio del colegio de los padres escolapios, donde Mosén…
Lejos de llevar a cabo su venganza, entre otros motivos por que Mosén murió antes de que él hubiese podido hacerle nada de unas extrañas fiebres, Pablo se dedica a recoger niños de las calles. Algunos de ellos son golfillos, otros niños huérfanos y abandonados, de esos que están en todas las grandes ciudades pero que nadie conoce.
Muchas son las noches en que ese grito desgarrador se reproduce y esa cara de triunfo se dibuja a altas horas de la madrugada, y cuando eso sucede Pablo mira hacia el cielo y dice:
—Gracias Mosén, por enseñarme la cara del triunfo.
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